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martes, 1 de abril de 2008

La Leyenda del Viento del Sur

Como soy tan antiguo os puedo contar cosas que de otra manera no podríais saber.
Soy el viento del Sur, el que sopla caliente, reconozco que a veces demasiado caliente, sobre la tierra. El que gusta de recorrer las grandes llanuras, o por capricho que ahora no voy a explicar, quedarse muy quieto para, de pronto, volver locas a las veletas...
Me gusta la luz, cuanta más mejor, y saber que los labradores están muy pendientes de mi. Esto me divierte y me halaga.
Lo que os voy a contar sucedió... Pesándolo bien es inútil que imaginéis cuando, porque ni yo mismo lo puedo precisar... Hace... todo el tiempo que alcance vuestra imaginación y os quedareis cortos.
Ahora no voy a soplar a mi modo. Así que nada de asustaros. Ahora voy a soplar suavemente, como si estuviéramos en familia, vosotros y yo, sentados en el cerco de una era.
Mis otros amigos los vientos -amigos un poco a la fuerza- están al aviso y creo que no molestarán.
Ya veremos.
En la tierra, al principio era siempre de día. Todo brillaba de continuo, y más todavía por la parte donde yo suelo encontrarme.
Estaba el Sol en su sitio de costumbre, tan orondo por ser la inmensa fábrica de la luz, dispuesto a que las restantes cosas de la Creación se enteraran bien de su condición de astro rey, si es que alguna lo dudaba.
Desde esa fábrica miró la Tierra con gesto del señor que conoce su poder, y al sonreír se le abrió completamente su anchísima boca, mitad de satisfacción mitad de aburrimiento.
¿Conque aquella mancha tan lejanísima donde sus rayos llegaban con facilidad, aquel pequeño territorio en el que el espacio era su súbdito? Ya lo sabía él y, según tenía por norma, se dispuso a contemplar detenidamente aquélla redondez flotante.
Los ríos estaban en su sitio; las montañas en el suyo, y el mar, que era su espejo cuando -¡si lo sabré yo!- le apetecía mirarse. Todo tranquilo. Hasta nosotros, los vientos, descansábamos.
Entonces, satisfecho, se dijo el Sol que resultaba maravilloso estar por encima de las cosas. Ni siquiera sus buenos y silenciosos vecinos los otros planetas le tapaban la vista. Nadie mandaba en él.
Sintió tan buen humor que comenzó a reírse sofocado y, de repente, le dieron unas ganas terribles, unas ganas que no podía contener, de lanzar más luz, toda la que pudiera, sobre aquél pedacito misterioso -la Tierra- que para él era como un juguete.
Dicho y hecho. En un instante aumentó su luz de tal manera que hubo de notar el esfuerzo. Se le inflaron los carrillos. Parecía un globo a punto de estallar, pero ¡como se divertía el sol con su travesura!
Era una verdadera pena no poder compartirla con nadie, pues el pobre estaba tan solo, tan solo...
- Ah -pensó-, lo que va a ocurrir allá abajo...
Observaba expectante la Tierra; y hasta le molestó un poco los efectos de su ocurrencia.
- Ya voy a llegar -decíase-
La nariz se le había enrojecido por completo y sus ojos despedían humo.
- ¡Que fuerza tengo! -se dijo-
Había puesto en acción todos los rayos de su grandiosa fábrica: los azules, los amarillos, los malva, los rojos, que era de los que más tenía.
No dejó ninguno en la reserva.
Efectivamente, como ya supondréis, en la Tierra advirtieron la novedad. ¡Y vaya novedad!
¿Qué había pasado?
Las florecillas, tan débiles, desparramadas por los campos, y a las que yo respeté tanto, fueron las primeras en advertir que no podían respirar bien.
Al punto lo comunicaron a los árboles, aunque necesitaron forzar la voz muchísimo para que se enteraran.
- ¿No sentís ahogo?
- Si -respondieron-. Esto no había ocurrido nunca.
A los pájaros, tan buenos compañeros míos desde siempre, les pesaron enormemente las alas.
Pues imagínense los bueyes, que ya desde entonces estaban cansados. ¡Uf! No podían dar un paso.
Los lagartos, esos perezosos que toman el sol boca arriba, con la piel chamuscada, entraron a toda prisa a sus escondrijos.
Los caballos echaron a correr por las praderas; bajaron a los arroyos y a los ríos para remediar la sed.
Con deciros que hasta el mar se extrañó.
Pero nadie podía explicar la causa de aquella asfixia.
Solo un búho -¡tenía que ser un búho!- desde el hueco de un olivo chasqueó la lengua, miró hacia el cielo y dijo para si:
- Es algo que viene de muy arriba... Algo que viene de muy arriba... El Sol tiene muy mala intención.
Y hundió, resignado, su pico.
El Sol estaba muy satisfecho de su obra, viendo como a la Tierra se le había puesto un color muy seco.
El Sol, como pensaba el búho, tenía muy mala intención, pero cuando se notó tan hinchado, y el exceso de luz le impidió admirar a su gusto los detalles de su dominio, tuvo sus cavilaciones. Entender lo que os digo: el astro rey, sin acudir a nosotros los vientos para que remediáramos en lo posible las molestias de la Tierra, se dispuso a aflojar su poder.
Si, iba a hacerlo; iba a volverse suave como antes, pero de pronto al pobre Sol le dio un vahído, y luego otro y otro...
Sin poderlo evitar, veía cada vez más cerca la Tierra; le era imposible tirar de sus propios rayos, y notaba que iba a caer lentamente en el vacío.
Aquello fue terrible. El Sol, ¡el astro rey nada menos!, tambaleándose allá arriba.
Las demás cosas, cuando le vieron vacilar y aproximarse a ellas como si tuviera unas grandes ganas de tenderse, ¿que creéis que hicieron? Pues reír sin descanso, aliviadas de aquella angustia. ¡Como reían, digo mejor reíamos!...
Tanto que el Sol nos oyó perfectamente y murmuraba:
- Es de... mi. Se ríen de mi... Están burlándose del rey... Yo soy el rey... yo soy el re...
No podía más de fatiga, después de haber hecho una demostración tan grande de hasta donde llegaba su fuerza. Le había embriagado su propia luz y daba tumbos, el pobre, sin poderlo evitar.
Acabó por sentir que cerraba los ojos y el sueño le invadía. Entonces todo se oscureció y vino la noche para cubrir al que había tomado muy al pie de la letra su oficio de astro número uno.
Al recordar aquella burla, el Sol se enfureció, como un león ofendido, y aunque mantenga la costumbre del descanso cada día, aprieta su poder. El estío es una venganza. Bien lo saben, sobre todo, por la parte del Sur donde voy y vengo acompañándolo, por que, después de todo, es el que manda.

Autor: Luis Jiménez Martos
Leyendas Andaluzas
Editorial Espasa-Calpe

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